El problema de los cuatro colores

Fue el primer problema que no se pudo resolver con solo el intelecto humano. Durante más de un siglo el teorema de los cuatro colores hizo avanzar muchos campos de las matemáticas y muchos matemáticos dedicaron parte de su vida para solucionar esta pregunta que en un principio parecía muy sencilla. Al mismo tiempo desató una discusión en la comunidad científica: ¿una demostración matemática debe de ser bella o funcional? Y, a diferencia del arte, ¿qué se define cómo belleza en las ciencias?  

Texto: Andrea Chapela
Portada: Composición, Foto: Keyu Hardas Unsplash, Retratos: izq. Frederick Guthrie, der. Lewis Carroll

En 1852, Augustus De Morgan, matemático del University College en Londres, le escribió una carta a su amigo Sir William R. Hamilton, matemático y físico irlandés, para contarle sobre el último problema que lo había intrigado. Esto era normal. Durante su correspondencia, que duró treinta años, hablaban de sus familias, los chismes de la comunidad matemática en Londres y Dublín y, por supuesto, de los problemas matemáticos en los que estaban trabajando. En esta carta en particular, De Morgan le contaba que uno de sus estudiantes, Frederick Guthrie (físico y químico británico), le había preguntado por qué cuando se divide una figura cerrada de cualquier manera y luego se colorea cada sección de tal forma que los vecinos siempre tengan diferentes colores, se necesitan a lo más cuatro colores. A Hamilton no le interesó la pregunta, pero De Morgan siguió pensándola y compartiéndola con otros matemáticos. Así nació el problema de los cuatro colores.  

Augustus de Morgan

Cuando las soluciones parecen perfectas

Algo en la historia de la ciencia, sobre todo la historia de problemas que parecen sencillos, pero se vuelven retos, siempre ha capturado mi imaginación. El teorema de Fermat, la estructura del ADN, la estabilidad de los átomos, en todos se repite la misma cadena: la búsqueda del conocimiento, la obsesión por resolver un problema, las soluciones que parecen perfectas y al final—¡tragedia!—tienen un error. Cuando vivía con mis padres, éstas eran las historias que me contaban después de la cena como si fueran cuentos de aventuras. Al crecer entendí lo que intentaban trasmitirme: la ciencia busca respuestas con pasos lentos, algunas veces tiene que regresar sobre lo aprendido y revisarlo, uno puede seguir el proceso de la creatividad y allí se encuentra parte de la fascinación de este tipo de conocimiento.

El planteamiento: Los cuatro colores De Morgan

Mapa con cuatro colores

Por eso no me extrañó que en el otoño de 2018 el problema de los cuatro colores capturara mi atención. Oí de él por primera vez durante una conferencia de divulgación de un amigo al que llamaré Elías. Me dijo que era un problema puramente matemático, que nunca tuvo ninguna importancia para la cartografía, pero en los 150 años que se necesitaron para demostrarlo, hizo avanzar muchos de los campos de las matemáticas. Parte de su encanto recae en la sencillez del planteamiento: ¿Es posible colorear cualquier mapa con a lo más cuatro colores, de tal manera que los países vecinos se coloreen diferentes? Los matemáticos que se enfrentaron al problema esperaban encontrar una solución igual de sencilla; sin embargo, tuvieron que pasar cien años para encontrar una prueba. Fue el primer problema que fue imposible demostrar a mano, en su lugar tuvo que usarse una computadora y, por un tiempo, esto desató un debate en las matemáticas sobre qué significaba realmente demostrar algo. Un debate que tiene mucho que ver con la belleza.

“El científico no estudia la naturaleza por su utilidad. La estudia porque le da placer; y le da placer porque es hermosa. Si la naturaleza no fuera hermosa, no tendría caso conocerla y entonces la vida tampoco valdría la pena. La belleza de la que hablo es íntima y proviene del orden armonioso de sus partes; orden que sólo una inteligencia pura puede entender” – Henri Poincaré (matemático, físico, filósofo francés, descrito a menudo como el último universalista)

La prueba fallida más famosa de las matemáticas

En 1879, Alfred Bray Kempe (otro matemático inglés) publicó una demostración para resolver el problema de los cuatro colores en varias revistas, entre ellas Nature. A esta demostración se le conoce como la prueba fallida más famosa de las matemáticas porque sólo once años después Percy John Heawood (matemático britántico de gran bigote que siempre estaba acompañado por su perro) encontró un error. A partir de allí, ambos pasaron toda su vida estudiando el problema sin poder resolverlo. Heawood sólo logró encontrar una demostración para el caso de cinco colores: cualquier mapa es coloreable con a lo sumo cinco colores.  

La prueba de Kempe, aunque errónea, era sencilla y satisfactoria. Esa es la cuestión de toda esta historia. A pesar de que muchos matemáticos lo intentaron, no fue hasta 1977 que se encontró la verdadera demostración y, para eso, se necesitó una computadora que probara una por una cada combinación de mapa que los matemáticos ya habían reducido a algunos “básicos”. Aun así, esta tarea estaba más allá de la capacidad de cualquier humano. Kenneth Appel y Wolfgang Hanken (matemáticos de la Universidad de Illinois) inventaron un método y programaron una computadora para demostrar que sí, efectivamente, con a lo más cuatro colores se puede colorear cualquier mapa.

Se requirieron mil doscientas horas de cálculo para que la computadora calculara diez mil millones de operaciones lógicas. Al final el problema de los cuatro colores se resolvió por “fuerza bruta”, es decir probando todas las posibilidades, caso por caso. Esta falta de elegancia hizo que un crítico anónimo escribiera que las demostraciones tenían que ser como poemas y no como los directorios telefónicos. G. H. Hardy (matemático, amante del cricket, inglés) dijo de la demostración there is no permanent place in the world for ugly mathematics.

La división de las cosas en el mundo académico

Demostrar, decía mi madre, es lo más difícil e importante que aprende un estudiante de matemáticas cuando llega a la universidad. Hay que pensar de otra manera, entender que es la única herramienta para comprobar si algo es cierto o falso sin dejar asomo a dudas. A través de la demostración el mundo se divide y no existen ambigüedades, lo has demostrado o no lo has demostrado, es verdad o es mentira, tiene solución o no la tiene (“Hasta que llega Gödel y el teorema de la incompletitud”, me corregiría Elías si leyera esto).

Hasta Appel-Haken las demostraciones habían sido una prueba del intelecto humano y mano contra papel, pero en el problema de los cuatro colores había un hueco de cálculo oscurecido porque se realizaba por computadora y que ningún humano podía repetir. Las matemáticas de repente dejaron de ser una proeza de la razón humana más pura. Peor aún, una pregunta tan simple que hasta un niño podía entender, necesitaba una demostración igual de sencilla. Tal vez la belleza en matemáticas va de la mano con la emoción de poner a prueba la capacidad del cerebro humano para encontrar solo una explicación simple para los problemas más complejos. Por eso la demostración de Appel-Haken era horrible. Tanto así que en su momento la comunidad matemática la rechazó. Por fea, aunque correcta.

Cuando hablaba de estas cosas con Elías, me insistía una y otra vez que la idea de una demostración bella no era un parámetro real para juzgar las matemáticas y que en el siglo XXI nadie rechazaría una demostración porque se usara una computadora. Pero Paul Dirac (físico y matemático, que contribuyó al desarrollo de la mecánica cuántica) decía que era más importante que una ecuación fuera bella a que coincidiera con un experimento. Otro matemático, Hermann Weyl (matemático alemán), una vez dijo que, si tuviera que elegir entre la verdad y la belleza en su trabajo, elegiría la belleza.

“La simplicidad y la inmensidad son hermosas y, por eso, preferimos los hechos que son simples o inmensos. Nos deleitamos, primero, en seguir el avance gigantesco de las estrellas y, luego, en escudriñar a través de un microscopio la prodigiosa pequeñez que es también un tipo de inmensidad y, después, en buscar en las eras geológicas rastros de un pasado que nos atrae por su lejanía” – Henri Poincaré.

Por mucho que Elías insistiera en que era el aspecto menos importante de las matemáticas, yo había oído a mi madre muchas veces decir que eran hermosas y tratar de explicarme que eran un lenguaje y un arte más que una ciencia. ¿Cómo no iba a haber belleza en una práctica humana que causaba tal respuesta emocional no sólo en los científicos, pero también en mí? ¿Se podía hablar de una belleza proveniente del placer del entendimiento, de sentirnos conmovidos ante la capacidad inventiva de otro ser humano? ¿Qué sentido tiene hablar de la belleza en las matemáticas en particular o en la ciencia en general? 

Al enfrentarse a esta pregunta Dirac decía que la belleza de las matemáticas no podía definirse, de la misma manera que era imposible definir la belleza en el arte. Es algo que la gente que sabe y estudia matemáticas no tiene problema en apreciar. En el fondo de esta idea de belleza en la ciencia está la apreciación por cualidades como la simplicidad, la simetría y la unidad. John Keats termina su Oda a una urna griega con los versos “ʽla belleza es la verdad, la verdad bellezaʼ; esto es todo / lo que sabes de la tierra, y todo lo que saber necesitas”. En ciencia la belleza no es siempre verdadera. La demostración del problema de los cuatro colores es difícil y poco elegante, pero es la correcta. ¿No es eso lo más importante?

Lewis Carroll (pseudónimo del matemático Charles Dodgson y autor de Alicia en el país de las maravillas) quedó cautivado cuando escuchó sobre el problema de los cuatro colores e inventó un juego. El primer jugador dibuja un mapa de cualquier forma y lo divide en países. El segundo jugador tiene que colorearlo usando la menor cantidad de colores posible. Los países vecinos no pueden pintarse del mismo color. El primer jugador tiene que hacer un mapa que fuerce al segundo a usar el mayor número de colores posible. Un juego sencillo. 

Aunque sabíamos que el mínimo número de colores era cuatro, Elías y yo jugamos varias veces, tratando de buscar un mapa imposible o confundir al otro para usar cinco colores. A veces pienso que la belleza de la ciencia puede encontrarse en esos mapas, en ese juego y en el reto mismo de resolver un problema simple que esconde una gran complejidad.

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