“Fingir es conocerse”
Fernando Pessoa
La semana pasada una Profesora de antropología, mejor conocida en twitter como @Sciencing_Bi, falleció a causa de Covid-19. Lo peculiar de este suceso no es que haya fallecido, sino que al parecer esta mujer nunca existió.
Texto: Agustín B. Ávila Casanueva
Portada: Composición VC
Inicialmente su amiga cercana y colega científica BethAnn McLaughlin, conocida en twitter como @McLNeuro, anunció la muerte de @Sciencing_Bi dedicándole palabras de despedida y agradecimiento. Muchos se unieron al luto, hasta que naturalmente la gente comenzó a preguntarse: ¿quién es @Sciencing_Bi en el mundo físico? Según la información que había dado en twitter, @Sciencing_Bi trabajaba en la Universidad Estatal de Arizona. Después del anuncio de su muerte la universidad aclaró que no tenía registro de una científica con ese nombre, características o campo de estudio; además, no había familiar que hubiera comunicado el fallecimiento de algún alumno. Tras la oleada de cuestionamientos, la cuenta de @Sciencing_Bi pasó a modo privado. Poco después, twitter bloqueó las dos cuentas arriba mencionadas. Fue el martes pasado cuando finalmente se destapó lo que muchos habían sospechado: McLaughlin y @Sciencing_Bi eran una persona. A través del abogado de McLaughlin, el diario New York Times recibió un comunicado con estas palabras:
“Asumo toda la responsabilidad por mi participación en la creación de la cuenta de Twitter @sciencing_bi […] Mis acciones son imperdonables. Me disculpo sin reservas con todas las personas a las que he hecho daño”,
Después de seguir esta historia me pregunto: ¿por qué una científica se haría pasar por alguien más?
Las razones son muchas. Algunas no están relacionadas directamente con la ciencia. Es el caso de Jacques Monod, bioquímico francés quien junto con Francois Jacob y André Lwoff descubrió la manera en la cual se regulan los genes dentro de las células. Científicamente, Monod siempre fue Monod, pero mientras vivía en París durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial, Jacques tuvo que cambiar de nombre dos veces (primero Marchal y luego Malivert, quien alcanzó el rango de comandante) para evadir a la Gestapo y poder coordinar la resistance de la ciudad de París. En este caso la necesidad de ocultar su verdadera identidad era obvia y apremiante, literalmente un asunto de vida o muerte.
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Algunas de las revoluciones científicas empezaron con un anónimo. La teoría del heliocentrismo, que destronaba a la Tierra como centro de nuestro sistema solar, fue propuesta a principios del siglo XVI mediante un manuscrito sin nombre. Solamente después de ver que la teoría era bien aceptada entre los científicos de la época fue que su autor, Nicolás Copérnico, realizó una nueva versión más detallada de su obra y decidió, ahora sí, firmarlo: De revolutionibus orbium coelestium se publicó en 1543. Al parecer llevamos centurias con inseguridades y miedo al qué dirán.
Las inseguridades son una fuerza potente dentro de la ciencia y de nuestra sociedad. Ya sea por el temor de un juicio poco favorable, como en el caso de Copérnico, o por pensar que se está viviendo de la fama acumulada. Este fue el caso de Donald Knuth, un reconocido pionero y líder de la ciencia computacional quien en la década de los 80 envió una carta al jefe de redacción de la revista Journal of Algorithms. Lo que Herbert, el editor, leyó en la carta de su amigo Donald era una petición. Junto con la carta, Don había enviado un nuevo artículo y quería recibir una crítica minuciosa. Don sentía que su nombre empezaba a pesar demasiado y los revisores de los artículos no se atrevían a criticarlo como lo harían con otro colega simplemente por ser él. Así que en vez de que el artículo estuviera firmado por Don, estaba firmado por Úrsula N. Owens una estudiante ficticia de una pequeña y también ficticia universidad de Kansas. Herbert aceptó la propuesta de su amigo y envió el artículo de Úrsula a los revisores, quienes tras sugerir pequeños cambios, recomendaban ampliamente la publicación del artículo. Don ahora estaba seguro de haber realizado un buen trabajo. Por mi parte ignoro si la elección de cambio de género en el autor, pasar de Don a Úrsula, se hizo de manera consciente para recibir una crítica aún más dura, pero lo que es seguro es que el género sí pesa en la ciencia.
En 1794 Sophie Germain tenía 18 años y una gran curiosidad por las matemáticas. En ese mismo año la Escuela Politécnica de París abrió sus puertas, y aunque Sophie no podía asistir por ser mujer, el nuevo modelo educativo de la Escuela dictaba que las notas de las clases impartidas estaban disponibles para quien quisiera consultarlas. Sophie aprovechó esta propuesta y junto con los libros de la biblioteca de su padre, empezó a estudiar matemáticas por su cuenta. Para obtener las notas de clase, la Escuela Politécnica demandaba un deber: entregar las tareas y notas requeridas por los profesores. Sophie las entregaba puntualmente, pero temiendo “el ridículo al que se podía exponer una mujer científica”, decidió entregar las notas bajo el nombre de Monsieur Antoine-Auguste Le Blanc. No fue hasta que Lagrange, uno de sus profesores, notó una inteligencia poco común en los escritos de Le Blanc: mediante una carta le pidió una cita para conocer a tan avispado estudiante. Sophie decidió llegar a la cita como ella misma y explicarle su situación a Lagrange, a quien afortunadamente no le importó que fuera una mujer y posteriormente se convirtió en su mentor.
Ojalá los temores de Sophie se hubieran quedado en el siglo XVIII, pero lamentablemente permean hasta nuestros días. Como vimos con el ejemplo de Donald, parte de la labor científica es poner los resultados de tu investigación en un artículo y enviarlo a una revista para que sea evaluado por tus colegas y decidan si es digno de publicarse. En este proceso normalmente quien envía el artículo, no sabe quiénes son los que lo evalúan; sin embargo los evaluadores sí tienen acceso al nombre e institución de los y las científicas que escribieron el artículo en cuestión, lo cual puede generar ciertos sesgos. Por esta razón, en el 2001, la revista Behavioral Ecology decidió hacer sus evaluaciones de artículos mediante un proceso conocido como doble ciego, es decir, no solo los autores no saben quiénes son los evaluadores, sino que los evaluadores tampoco saben quiénes escribieron el artículo ni a qué institución pertenecen. Todos son anónimos entre ellos, sólo los encargados de la revista conocen a los involucrados. Cuatro años después, en el 2005, los editores de Behavioral Ecology decidieron conocer qué consecuencias había tenido esta decisión. Al analizar quiénes estaban publicando en su revista descubrieron que la cantidad de artículos publicados en los que la primera autora era una mujer habían crecido un 8%, una proporción significativa para los números de la revista. Por ello es probable que muchas científicas se verían beneficiadas de una situación temporal de anonimato a la hora de ser evaluadas.
La anonimidad provee de protección a quién la usa, ya sea en contra de desigualdades o como protección para cometer dichas desigualdades e injusticias. En mayo del 2013, Ali Nayfeh, el jefe de redacción de la revista Journal of Vibration and Control, empezó a tener sospechas sobre el método en el que los revisores de los artículos eran elegidos. Ali contactó a SAGE, la empresa encargada de publicar esa y otras revistas, e iniciaron una investigación. Por tradición occidental, parte de la burocracia científica se ha llevado a cabo como un pacto de caballeros, es decir, ser un científico es mucho trabajo como para que alguien quiera aparentar serlo y si alguien dice ser el Dr. Sutanito experto en algún área de estudio particular, se le cree sin mayor duda. Más ahora que cada área de estudio cuenta con cientos o miles de científicos y nadie tiene tiempo de comprobar quienes son o si existen realmente. Mucho menos un editor que debe de contactar a varias docenas de científicos al mes para que evalúen los artículos del siguiente número de su revista. Un científico es evaluado en gran parte por su producción de artículos, así que tenemos un campo fértil para cualquiera que deseé romper el pacto de caballeros. Juntemos tres premisas: mi evaluación depende de cuántos artículos genero, que un artículo se publique o no depende de los revisores, y nadie se asegura de que los revisores sean quienes dicen ser. Sumemos todo esto y es más o menos sencillo crear científicos virtuales con los que puedes evaluar tu propio artículo, de manera favorable y expedita. Después de meses de búsqueda y amables interrogatorios, SAGE descubrió que Peter Chen, un ingeniero de la Universidad Nacional de Educación de Pingtung en Taiwán, había cometido fraude en al menos 60 artículos publicados. Chen renunció a su plaza en febrero del 2014 y SAGE retiró los 60 artículos en los que encontró fraude, y sus repercusiones fueron varias. La mayor fue que Chen, por alguna razón, puso como uno de los coautores de cinco de sus artículos al entonces ministro de educación de Taiwán sin que él estuviera al tanto de ello. El ministro al enterarse decidió renunciar “para mantener su reputación, y evitar problemas en el trabajo del ministerio de educación”.
El de Chen no es el único caso con este tipo de fraudes, pero sí uno de los más sonados. Lamentablemente, hay más de una manera de hacer trampa para darle una mejor oportunidad a tu artículo. En su página Science Fraud (Fraude Científico) un personaje, desde el seudónimo de Fraudster, se dedicaba a desenmascarar la manipulación indebida de fotografías y figuras dentro de algunos artículos científicos publicados. Fraudster analizaba las fotografías que eran la evidencia de que tal o cual experimento había resultado positivo, satisfactorio, negativo, o como lo requiriera la hipótesis de los investigadores; y varias veces encontró –mediante un software de análisis de imágenes– que dichas fotografías reportaban resultados donde no los había, o los mejoraba considerablemente. Años después, y como consecuencia legal de una demanda, se reveló que Paul Brookes, un biólogo de la Universidad de Rochester, era el científico detrás de Fraudster. Gracias al trabajo de Brookes, varios artículos tuvieron que ser reescritos o retirados de las publicaciones para mantener la objetividad científica. Pero en un mundo donde las relaciones personales y conexiones profesionales tienen un gran peso, Brookes sabía que la mejor opción para realizar ese tipo de trabajo era hacerlo desde el anonimato de un seudónimo. Si bien la maquinaria científica se está intentando frenar todo tipo de fraudes en las publicaciones, es gracias a investigadores con buenas prácticas y metodologías científicas, que seguimos teniendo un precipitado avance científico.
Ninguno de los ejemplos aquí recopilados son únicos: hay muchas y muchos más científicos y científicas en situaciones de fraudes, discriminación, de lucha por la verdad, todo desde el anonimato. Pero lo que deseo mostrar aquí, es que tal vez la mejor manera de humanizar a los científicos es desde sus máscaras. Es cuando se hacen pasar por alguien más que se dan la libertad de mentir, engañar, obtener algo que se les prohíbe, actuar según sus ideales, o incluso pelear por su país. Podemos encontrar toda clase de justificaciones en su actuar porque antes de ser científicos son humanos, tienen sentimientos y sueños, son justamente viscerales. Y a pesar de tener una máscara puesta, no pueden sacar de ellos más de lo que tienen adentro, no dejan de ser sí mismos, y curiosamente, es cuando se muestran más humanos.
Fuentes:
Ferguson, C., Marcus, A., & Oransky, I. (2014). Publishing: The peer-review scam. Nature, 515(7528), 480–482. doi:10.1038/515480a
Neuroskeptic, Anonymity in science, Trends in Cognitive Sciences, Volume 17, Issue 5, 2013, Pages 195-196, ISSN 1364-6613, https://doi.org/10.1016/j.tics.2013.03.004
Sean B. Carroll, Brave Genius: A Scientist, a Philosopher, and Their Daring Adventures from the French Resistance to the Nobel Prize, Crown Publishers, 2013